La Convención Constituyente vive actualmente su etapa adolescente: autoafirmación, construcción de identidad, búsqueda de límites y cuestionamiento a la autoridad establecida. Es prematuro proyectar su futuro: deberemos juzgarla por sus resultados, esperando que sus traumas de crecimiento no impidan, en plena adultez, cumplir con el encargo social. Un sano transcurrir por la adolescencia permite incorporar el espacio de poder que otorga la propia identidad y aprender a actuar bajo un marco establecido de normas, sin perder por ello el pensamiento crítico que permite cuestionar, y en algunos casos cambiar, esa estructura normativa desde la cual nació.
En el proceso de paso por la adolescencia puede aparecer con claridad el otro, la convivencia, la aceptación de la diversidad. Aquellos que lo logran amplían su mundo con las miradas de otro; los que no, seguirán atrapados en luchas de poder intentando imponer un orden preestablecido. Si los constituyentes, para hacer su trabajo, logran convivivir sanamente, aflorarán marcos y normas sanas para la convivencia. En cambio, desde la confrontación de trincheras, defendiendo doctrinas y verdades, sólo podemos esperar una constitución que arbitre conflictos, casi un armisticio.
Podemos definir la madurez de un organismo social citando a Maturana y Varela (“El árbol del conocimiento”, 1984): “….la aceptación del otro junto a uno en la convivencia es el fundamento biológico del fenómeno social; sin amor, sin aceptación del otro junto a uno, no hay socialización y sin socialización no hay humanidad. Cualquier cosa que destruya o limite la aceptación del otro junto a uno, desde la competencia hasta la posesión de la verdad, pasando por la certidumbre ideológica, destruye o limita el que se dé el fenómeno social, y por tanto lo humano, porque destruye el proceso biológico que lo genera.”
Se ha criticado la ausencia de reglas previas para el funcionamiento de la Convención, pero, siguiendo a Maturana, muchas moléculas en un cierto ambiente predefinido por sus reglas no cumplen necesariamente con las condiciones necesarias para que surjan las células (materia viva). Las moléculas capaces de establecer una clausura operacional (autonomía, identidad) en el nicho ecológico que integran, mediante membranas que dan estabilidad al organismo, pero que a su vez exhiben la plasticidad necesaria para su dinámica relacional, son capaces de desarrollarse como seres vivos. Dicho de otro modo, el individuo existe en constante relación con el medio en el que participa y puede que las condiciones de ese medio (sus reglas por ejemplo) no faciliten la emergencia de la vida.
En una sociedad sujeta a cambios vertiginosos, una constitución viva debe cumplir con los principios de estabilidad y dinamismo, a imagen y semejanza del organismo que ha de concebirla, autopoiéticamente. La sola estabilidad inhibe la capacidad adaptativa, mientras que un dinamismo sin estabilidad no es capaz de proyectar un espacio social común imaginable. Guardando las distancias, usemos un ejemplo sencillo: la gran virtud del diseño del Iphone es la gran estabilidad de su hardware (sólido, impenetrable, clausurado respecto a su entorno físico) y a su vez su adaptabilidad dinámica para integrar múltiples plataformas y actualizar su sistema operativo (software). Este equilibrio entre estabilidad y dinamismo alienta su explosiva propagación memética.
Nuestro temor es que se diseñe una constitución pretendiendo una gran estabilidad dejando de lado su capacidad dinámica de adaptación, y eso es tal vez lo contrario a una constitución moderna. No resulta funcional al tiempo que vivimos concebir la constitución como un conjunto rígido de derechos y deberes, como suele hacerse, a modo de un acuerdo que nos obliga a que, si tenemos derechos, entonces estamos sujetos a deberes; o bien, que sólo tenemos acceso a derechos en la medida en que cumplamos deberes, y que “ambas partes de la balanza” deben estar equilibradas.
Los derechos básicos debemos tenerlos en tanto seres humanos que participamos en una sociedad que pretende conseguir la dignidad de sus ciudadanos. Tales derechos básicos deben definirse, por cierto, y deben corresponderse con la viabilidad real de alcanzarlos o proveerlos, un riesgo siempre presente. Así, más que un equilibrio entre deberes y derechos, debemos buscar un balance entre derechos y la viabilidad de honrarlos. La descripción y arbitraje de deberes y derechos no convoca a una pertenencia, a un nosotros más amplio, una necesidad esencial para descomprimir la olla a presión del conflicto social.
¿Es una constitución concebida clásicamente, es decir, como un conjunto rígido de derechos y deberes, un instrumento funcional para enmarcar la convivencia humana en el complejo ecosistema dinámico que habitamos? Nuestra respuesta es que no lo es.
Las características de estabilidad y dinamismo que pretendemos están fundamentalmente en el “cómo”, incluso más que en el “qué”. Una constitución autopoiética (en la enacción de sus instrucciones, porque es en si misma un artefacto) debería ser adaptable mediante la continua interacción de ese instrumento con el medio desde donde fue concebida. Es decir, lo más relevante será cómo esa constitución se alimenta de los cambios del entorno de la manera más rápida y efectiva posible para estar por delante de los cambios, y no como una estructura reactiva inmovilizadora, apegada a un statu quo que -ya está claro- siempre deja de suceder como se proyecta.
DANIEL FERNÁNDEZ K.
PABLO REYES A.
Publicada originalmente en el Mercurio.